Un enjambre de palabras. Juan Manuel de Prada

Hace diez, veinte, treinta años, cuando estrenábamos la juventud y la pasión lectora, nuestros libros apenas ocupaban un anaquel, alineados en un riguroso orden alfabético que abarcaba unos pocos títulos fundacionales. Creíamos, ilusamente, que en ese puñado de libros que habíamos llegado a aprender de memoria, se compendiaba el mundo. Luego, con el decurso del tiempo, ese anaquel originario se prolongó en otro, y, éste en otro, y en otro, y en otro, en una multiplicación invasora que fue colonizando las paredes de la casa, o de las sucesivas casas que hemos habitado, porque las bibliotecas, en su afán colonizador, nos obligan a mudarnos en busca de un espacio más ancho que les permita crecer como enredaderas habitadas por el susurro de las palabras. Nuestras bibliotecas se sublevan contra el orden impuesto, instaurando el caos como única referencia bibliográfica: casi sin darnos cuenta, trepan escalonadamente por las estanterías con una doble o triple fila que entorpece su consulta, echan raíces en el suelo, alcanzan el techo en un precario equilibrio que gravita sobre nuestras cabezas y, ya por fin, se almacenan en pilas sobre las sillas, sobre el escritorio, como obeliscos de papel derrumbado. De repente, los libros se han convertido en un organismo vivo que nos estrecha en su cárcel, que nos arrebata el aire mientras dormimos, que procrea con sigilo y amenaza con hundir el piso y embestir las paredes, quizá incluso con horadar el techo, en busca de una brecha de luz que le permita seguir creciendo, creciendo siempre, hasta sepultarnos entre cordilleras de letra impresa.
Y mientras nos aventuramos por la frondosidad de nuestras bibliotecas, hostigados por su crecimiento incontrolado, recordamos el vano afán de aquel emperador nipón que ordenó a sus consejeros áulicos que fundaran una biblioteca portátil, con libros a modo de cofres de bolsillo, que contuviesen una antología de los versos más hermosos dedicados a los paisajes del mundo y también a los paisajes interiores del alma. Los consejeros del emperador acometieron esa empresa de esencialidad, pero pronto descubrieron que los pájaros, los insectos, las estaciones, los sentimientos, exigían su respectiva antología. La especialización se fue haciendo poco a poco cada vez más rigurosa, la clasificación más metódica, con divisiones, subdivisiones y jerarquías para cada familia vegetal, para cada orden zoológico, para cada color del alma. Aunque la síntesis epigramática impulsaba su tarea, no pudieron los consejeros del emperador reprimir el impulso de dedicar una antología al escarabajo, otra al abanico, otra más a la rosa, y al reflejo del sol en un estanque, y al nenúfar de ese estanque (de cada estanque), y así hasta el vértigo de lo multiforme, hasta lo infinito.
El emperador nipón aprendió que tratar de contener las palabras en una biblioteca esencial era una tarea tan estéril como tratar de abarcar el agua del cóncavo mar en un hoyo excavado en la arena. Y es que la misión de las bibliotecas no es otra sino aparearse, hasta envolvernos con su enjambre de palabras, ancho y abigarrado como el mundo.

Mi biblioteca: La revista del mundo bibliotecario, ISSN 1699-3411, N.º 3, Octubre 2005, pág. 11